Hay quienes prefieren largarse para las extranjas, estudiar, trabajar y quedarse “triunfando” afuera, sacándole el rabo a la tierra que los vio crecer. ¡Pero qué se le va a hacer! Si tienen mucho afán, si quieren tirárselas de gringos, de franceses o de alemanes, si nosotros les producimos mucha “vergüenza”, ¡pues que se larguen, desmemoriados estúpidos, inconscientes y perdedores; que se larguen y punto, ni falta que hacen!
Por fortuna, ese no es el caso del profesor Alfredo Gómez Müller. Y digo por fortuna, porque un personaje como él, que está más preparado que un kumis, es definitivamente importante para ayudar a cuadrar un poco el zaperoco que hay por aquí en la tierrita. Es cierto que ahora vive en Francia, pero eso no quiere decir que se haya desentendido de todo por acá. Es más, según tengo entendido, además de los no sé cuántos doctorados que sacó por allá en Europa, Gómez Müller recibió el Diploma de Estudios Adelantados (DEA) de la Universidad de París, en Estudios de las Sociedades Latinoamericanas; es Director del Laboratorio de Filosofía Práctica y de Antropología Filosófica de la misma Universidad; profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Tours; miembro de la Sociedad Colombiana de Filosofía; cofundador de Concordia, Revista Internacional de Filosofía, e integrante de la organización Colombianos y Colombianas por la Paz. Ha publicado varios libros y artículos, destacándose en los campos de la ética, la política y los temas latinoamericanos. Actualmente reside en Francia, como ya lo dije arriba, pero trabajando en la solución de nuestros problemas. Además, dicen que de vez en cuando se pega la rodadita por estos lares, para dar algunas charlas, principalmente, pero también para hacer visita.
Pero bueno, ya no más carreta. Si sigo en las mismas me voy a volver el biógrafo oficial del hombre, y hasta allá tampoco. Vamos al grano. Pero antes, quisiera decir que resulta grato para mí comentar un trabajo del profesor Gómez Müller, pues en un momento en que las academias se encuentran invadidas por la metralla del tiraje editorial foráneo, y en el que el país afronta una gravísima crisis política, social e institucional, un texto como el del profesor Gómez Müller resulta necesario para la reflexión de los problemas colombianos. Es por eso que me resulta grato acercarme a su trabajo, queriendo comentarlo.
Resumiendo un poco, toda esta disertación pseudonacionalistacademicomoralistanalítica viene al caso porque me corresponde hacer una relación para el seminario. Una relación de la ponencia titulada Lenguaje de la guerra, muerte de la política, del filósofo colombiano Alfredo Gómez Müller. ¿Todo hubiese sido más fácil de haber empezado por ahí, no? Pero eso es uno, que se aburre de escribir todo tieso y ladrilludo, y le da por ponerle arandelitas y maricaditas a lo que escribe. Este artículo, retomando, hace parte de un conjunto de ponencias reunidas en el libro La crisis colombiana. Reflexiones filosóficas, editado por Rubén Sierra Mejía y publicado por la Nacho. Vamos a ver qué dijo El Profe en su ponencia.
El profesor Alfredo Gómez Müller (de ahora en adelante le voy a llamar El Profe, para evitar la fatiga de los tres nombres, de la tilde, la z y la diéresis) comienza su texto con un epígrafe del ex presidente y líder liberal Alfonso López Pumarejo. En ese fragmento se encuentra la expresión lenguaje de la guerra, haciendo referencia a la actitud guerrera que reviste la figura del gobierno conservador de Roberto Arbeláez Urdaneta, por allá en la década de los cincuenta del siglo pasado. Si bien son importantes los alcances de la expresión en el contexto de las masacres conservadoras de mediados de siglo, lo que interesa al Profe, en un primer momento, es el doble significado de la expresión lenguaje de la guerra.
“La expresión lenguaje de la guerra posee en este documento el doble significado de la guerra como lenguaje y del lenguaje como guerra” “(Gómez)”. El primer significado, el de la guerra como lenguaje, tiene la particularidad, precisamente, de oponerse al lenguaje mismo. En el cuadro, por ejemplo, de “la Pacificación española o de la pacificación conservadora de 1952, la guerra o la fuerza se oponen al lenguaje (discusión) justamente porque pretenden imponer unilateralmente un significado dado y considerado como absoluto, sin atender a las razones de otro, esto es, sin interlocución ni creación común de significados” “(Gómez)”. La guerra como lenguaje es la muerte del lenguaje; es el nacimiento del lenguaje de la guerra, esto es, “el lenguaje de la dominación incondicional, que excluye toda diferencia y toda disidencia” “(Gómez)”. La guerra como lenguaje es en todo caso, efectivamente, una forma de lenguaje, una forma de lenguaje que comunica a través de la violencia y significa por medio de la muerte: es el lenguaje del no lenguaje.
En cuanto al segundo significado del lenguaje de la guerra, el lenguaje como guerra se presenta de manera un poco distinta. No es tanto la significación inmanente al hecho violento como “la instrumentalización guerrera del lenguaje al servicio del proyecto de guerra” “(Gómez)”. Lo que opera en este fenómeno es un giro lexical, que efectuado desde la falta de rigor en el lenguaje y en las designaciones, genera la justificación semántica, y por ende política, de la eliminación del adversario. Lo que pone de manifiesto el inmenso poder del lenguaje, del lenguaje guerrero:
“Este inmenso poder de las palabras proviene del hecho, de que estas significan el mundo en que vivimos y, por ello mismo, orientan nuestra actividad en el mundo: significar es también señalar comportamientos. Cuando el gobierno, utilizando el lenguaje militar, habla de labores de limpieza contra sus adversarios, está significando implícitamente a estos adversarios como suciedad y mugre, esto es, como algo que social y habitualmente se considera dañado o desagradable y que, como tal, ha de ser eliminado sin más” “(Gómez)”.
El enorme poder del lenguaje, reposando en bocas irresponsables que no saben utilizarlo, puede degenerar en guerra y en violencia. Podemos entregar a fulano, podemos matar o hacer matar a sultano, trastocando, simplemente, los términos de la significación. Lo peor del caso, es que la justificación del lenguaje prescriptivo, descansa, inherentemente, en la desfiguración misma de las palabras y los enunciados. “Se podría decir que, en su uso destructor, el lenguaje es en sí mismo y por sí mismo guerra: sin ser en sí mismo violencia física, es principio activo de esta violencia” “(Gómez)”.
Prosiguiendo entonces con el artículo del Profe, este pone en contexto los elementos conceptuales que acabamos de revisar. De tal modo, afirma que han existido en la historia de Colombia, dos grandes inflexiones lingüística al servicio de la guerra. La primera, en plena Violencia, cuando los gobiernos prefirieron nombrar como bandoleros a los guerrilleros; la segunda, en la actualidad, cuando al presidente Uribe se le pegó la mañita de su amiguito gringuito (ese, sí, el pequeñito, el asesino) de llamar terroristas a los guerrilleros. Estas dos desviaciones del lenguaje, sentadas en lugares históricos concretos, manifiestan los dos significados del lenguaje de la guerra: la guerra como lenguaje, “porque con los terroristas, como antes con los bandoleros, no cabría ninguna verdadera discusión por la paz (como en esta joyita: “puedo decirles a los señores Marulanda y Briceño, o se arreglan o los acabamos. Conmigo no hay términos medios”)” “(Gómez)”; y el lenguaje como guerra, dado que “el uso del término terrorista para designar al adversario tiene entonces una función precisa: no reconocer la dimensión política de la insurrección y, con ello, excluir la posibilidad de negociación política” “(Gómez)”, cerrando el camino hacia la no política y abriendo el sendero de la guerra, una guerra adornada y justificada mediante ademanes del lenguaje.
Esto conlleva a la consideración de un lenguaje global. El Profe piensa que “a partir del 11 de septiembre de 2001, la administración de Bush ha globalizado el uso del término terrorismo, para designar a los agentes del mal que en cualquier parte del mundo buscan por todos los medios acabar con el bien” “(Gómez)”. El meollo del asunto se encuentra en “la intervención de Estados Unidos en la fabricación y puesta en circulación de los términos que se usan corrientemente en Colombia para designar a la insurrección y caracterizar el conflicto colombiano” “(Gómez)”. No obstante, el problema va mucho más lejos, en el sentido en que queda demostrada la dependencia neocolonial de las naciones a las potencias, como herramienta para asegurar la dependencia semicolonial, colonial y la enajenación cultual de los pueblos sometidos.
Luego para que no se aburran, por si la vaina está muy mamerta, avancemos en otro punto que se deriva del anterior. Se trata de la siguiente cuestión: “con la globalización del término terrorista, todo es esencia, se pierde todo contacto con la singularidad de lo existente” “(Gómez)”. Lo que se maquina en estos tiempos, es el ocultamiento de la singularidad histórica y política de quien reivindica una causa social. En la época de la Violencia, a pesar de que el apelativo de bandolero estaba cargado de fuertes connotaciones reduccionistas, todavía existían hombre y grupos concretos, insertos en realidades específicas. En estos tiempos, por el contrario, “todo es reductible en última instancia a la esencia global del terrorismo” “(Gómez)”: el terrorismo, ontológicamente hablando, es demasiado metafísico; el terrorista, antropológica, psicóloga y socialmente, no es nada, no es nadie. “No hay novedad, identidad ni multiplicidad. No hay singularidad o, como dice Jean Baudrillard, no hay acontecimiento” “(Gómez)”.
Es justamente de esa forma, “al uniformizar la multiplicidad constitutiva de lo real, que la globalización del lenguaje y de la guerra destruye el pensar” “(Gómez)”. La realidad se simplifica, ocultando su complejidad. Por lo cual alguien, interesado en observar por fuera de los marcos esenciales que se imponen al pensamiento único (singularidad general), se vuelve un terrorista. No quedan más que dos opciones frente al pensamiento de las condiciones políticas del mundo: convertirse en un tonto, arrastrado por la idiotización que va gestando el mercado y los medios, o convertirse en un gamberro, es decir, en un terrorista que desafía “la soberanía unilateral y no compartida en tanto que cuestionamiento soberano de una soberanía incondicional” “(Gómez)”. “(Gómez)”. Por ese lado parece que no hay de otra, con lo cual se deduce que uno, o agarra por la vía de la enajenación, o se lanza en balde por el despeñadero de la persecución y la muerte. La única luz que en la distancia se muestra, es la del “reconocimiento de la diferencia, la acogida de la multiplicidad y con ella de la complejidad: sin diferenciación ni reconocimiento de la multiplicidad no hay pensamiento ni política en sentido estricto” “(Gómez)”. Pero lástima, porque esa luz cada vez se hace más débil con el trascurrir del tiempo, con cada paso que da la historia.
En este punto El Profe aborda el tema de la diferenciación. Muestra como ejemplo el discurso de James Lemoyne, haciendo ver que ese discurso, en la medida en que trata de entender la situación real de las FARC como organización guerrillera, es un discurso de diferenciación. Diferenciar, rechazar la amalgama y la simplificación, fue justamente lo que hizo Lemoyne en su discurso. No se metió en la lógica reduccionista de los dueños del terrorismo, cosa que le costó el berrinche de la Ministra de Defensa de Colombia, y prácticamente, el sambenito de terrorista. Aunque eso de seguro le valió huevo. La cosa es que “para llegar a la paz se requiere el diálogo, para llegar al diálogo se requiere poder tratar con todas las partes implicadas en el conflicto, y para poder tratar con una parte se requiere entenderla, esto es, diferenciarla, asumirla en su complejidad” “(Gómez)”.
Antes de continuar, es preciso hacer un breve paréntesis:
Que no le embutan los dedos en la boca: hacer pasar por política el lenguaje de la guerra, es meter gato por liebre. El lenguaje de la guerra jamás será una manifestación política, simplemente porque “la política es en lo fundamental el espacio de la palabra pública”, y “el lenguaje de la guerra es la dominación incondicional, que excluye la expresión de toda diferencia y toda disidencia”. El lenguaje de la guerra y la política se oponen originalmente.
Ahora sí, ya me desahogue. ¿En qué iba? ¡Ah, sí, El Profe! El profe considera que de todos modos, la simple diferenciación no es suficiente. No es suficiente diferenciar, en el sentido de un mero separar una cosa de otra, si lo que se quiere es pensar la realidad advirtiendo un enfoque político estructural. Además de diferenciar hay que relacionar. “Comenzaremos a pensar la crisis actual de nuestro país, y a entenderla, cuando seamos capaces de articular racionalmente las múltiples condiciones y determinantes -históricos, culturales, políticos, sociales, etc.- que intervienen en ella” “(Gómez)”. Entonces resulta una suerte de fórmula: “diferenciar relacionando y relacionar diferenciado”. La jugada se haría mejor, definitivamente, desde una perspectiva interdisciplinar.
El Profe le mete el diente enseguida al asunto metodológico. Considera que la racionalidad analítica, tan mal copiada de la U.S.A. y del centro europeo, no es claramente la mejor alternativa para enfrentar un estudio crítico del conflicto. Su idea de equivalencia entre razones políticas, mediada por el procedimiento -sumamente inconveniente- de adicionar términos, conduce a “una visión acrítica de lo humano como cosa reducible a la uniformidad del objeto: los seres humanos y sus obras no son singulares, sino simples casos de modelos generales; por eso, los significados de los seres y sus obras son finalmente equivalentes, se pierden en la relatividad general del sentido, desaparecen como meros epifenómenos en el sinsentido de la historia” “(Gómez)”.
El texto va finalizando con algunas distinciones importantes, entre las que cabe destacar la distinción entre pacificación, proceso de paz y política de paz. El Profe reconoce que la historia colombiana solamente se ha acogido a pacificaciones y a procesos de paz débiles y fracasados: Pablo Morillo, Urdaneta Arbeláez, la UP y las Autodefensas son tan sólo los botones de la muestra. Entre las causas de este problema, se hallan por lo menos lo relativo al origen –desordenado- de las iniciativas y a la imposibilidad para hacer efectiva la aplicación de los acuerdos. El artículo trae a colación una interesante diferenciación conceptual entre modelo de reconciliación nacional, modelo paralelo de paz y modelo residual de paz. Sin embargo, concluye que “la pacificación, y no la política de paz, es entonces la opción que ha dominado desde hace medio siglo entre las élites gobernantes” “(Gómez)”.
Será realmente poco -y muchas veces inútil- lo que pueda hacerse en pro de las solución del conflicto y la crisis social colombiana, mientras no se adquiera una conciencia nacional de diferenciación y reconocimiento, mientras nos se haga efectiva la inclusión real del otro en la solución, mientras no se transforme el sentido mismo de la política, mientras no se deje atrás la guerra y su lenguaje y se ponga enfrente la política, el diálogo y la convivencia. Pero he ahí el problema, porque somos un país guerrero, un país que está en guerra, un país que no conoce otro lenguaje que el lenguaje de la guerra, y “el lenguaje de la guerra es la muerte de la política” “(Gómez)”. La guerra nace ahí donde muere la política: en Colombia.
Bibliografía y notas
Gómez Müller, Alfredo. Lenguaje de la guerra, muerte de la política. En: La crisis colombiana. Reflexiones filosóficas. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2008.
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