martes, 28 de junio de 2011

FENOMENOLOGÍA, IDENTIDAD Y NARRACIÓN: RICOEUR Y MONTT, UN DIÁLOGO ENTRE FILOSOFÍA Y LITERATURA



1.      Introducción

Paul Ricoeur, el reconocido filosofo francés, habla en sus textos de una fenomenología hermenéutica de la persona o una fenomenología del hombre capaz.  La idea central de esta fenomenología es que todos los hombres son capaces de articular, a partir de la unión de lo innato y lo adquirido en una trama temporal concreta, las facultades del lenguaje, de la acción, de la narración y de la vida ética. Estas capacidades configuran para Ricoeur el sustrato de lo que podría denominarse humanidad, la cual se halla en constante cambio a través de la historia. El conjunto de situaciones vividas, enredadas en el cerco del tiempo, son las que van constituyendo la identidad personal. De ahí entonces la posibilidad de entender  que “la persona es su historia” “(Ricoeur)”.

La razón por la cual he traído a colación a Ricoeur, es porque lo encuentro muy cercano a Nahum Montt, autor de El Eskimal y la Mariposa[1]. Considero que ambos autores, cada uno desde su perspectiva, tienen puntos en común alrededor del tema de la identidad de la persona, del tiempo, de la narración y de la historia. Por tanto, mi intención en este breve texto es poder evidenciar alguna relación entre los dos escritores, mostrando cómo la fenomenología ricoueriana se halla representada en la novela del colombino, haciendo ver las coincidencias existentes en torno al tema de la identidad, y sugiriendo, finalmente, la intuición de que El Eskimal y la Mariposa puede ser considerada como un ejercicio de identidad narrativa.

2.     El Eskimal y la Mariposa, una fenomenología del hombre capaz

La fenomenología del hombre capaz de Ricouer, reconoce cuatro estratos básicos de la constitución de la persona. La persona se constituye así como “hombre hablante, hombre agente (añadiría hombre sufriente), hombre narrador y hombre responsable” “(Amor y justicia)”. Cada una de estas capas se enlaza formando una totalidad, en lo que Ricoeur llama la dialéctica del ethos, integrada mediante una estructura ternaria que incluye: 1) el deseo de una vida realizada, en tanto locución y estima de sí, 2) la aspiración de llevarla a cabo con y para los otros, en la forma de interlocución y solicitud 3) el marco de instituciones justas, apelando al lenguaje como instancia de regulación social.

El primero de estos estratos, es decir el del lenguaje, hace referencia a la capacidad que tienen los hombres de decir: “poder decir es producir espontáneamente un discurso sensato, en el cual se remite al sentido, a la referencia y a una dirección” “(Ricoeur)”. Este discurso incluye un nivel semántico, presente en las operaciones de individualización e identificación propias de la enunciación proposicional; un nivel pragmático, sobre el cual aparecen los actos ilocucionarios frente a terceras personas; y un nivel institucional, por medio del cual los hablantes se determinan cultural y políticamente.  

La novela de Montt deja ver claramente estos tres niveles del discurso, manifiestos en el papel que cumplen las palabras de los personajes dentro de la diégesis. La narración se desarrolla, por una parte, en base a las enunciaciones físicas y psíquicas de la semántica; por otra, a partir del proceso contextual de ilocucion performativa que se activa en relación con los otros. La conjunción se establece debido a que los hablantes se encuentran en una situación institucional determinada, que les permite hacer uso del acervo lingüístico-simbólico, produciendo actos discursivos con sentido y dirección específica. Además, la cuidadosa construcción de sus personajes da cuenta de cómo el lenguaje, aparte de generar una delicada polifonía, brinda oportunidades de forjar cursos posibles y efectivos de acción. Así tanto el discurso de los personajes, como el de la voz omnisciente que los va dibujando, refleja el enlace existente entre la autodesignación y la alocución, dispuesto dentro de los distintos géneros de la dinámica institucional[2].

A continuación quiero hablar algo acerca del estrato de la narración, esto es, de la capacidad del hombre de fundarse como narrador. Para establecer la relación con el concepto de Ricoeur, el modelo más adecuado en la novela de Montt aparece en la persona del Eskimal. En mi opinión, este personaje recrea exactamente la figura del historiador, en el sentido en que “el arte milenario de contar historias, cuando se aplica a uno mismo, produce relatos de vida que la historia de los historiadores articula” “(Ricoeur)”. Los hombres viven como personajes de una historia, inmersos en una trama e imbricados con otros personajes en diversidad de situaciones. Al contar sus vidas por medio de relatos, los hombres personajes acceden a la definición de su identidad narrativa, la cual otorga encadenamiento ontológico y permite que “la persona se fije en el tiempo como la unidad narrativa de una vida” “(Amor y justicia)”. Estos relatos de identificación se producen, más ampliamente, en relación con otros, hecho que posibilita el entrecruzamiento de historias que teje el historiador.  

La función del Eskimal en la obra es eminentemente narrativa, o lo mismo, la del historiador. Esto no quiere decir, desde luego, que los otros sujetos no adquieran la capacidad de narradores; por el contrario, es gracias a ellos, a la trama de sus vidas y a la labor de contarlas, que el Eskimal puede realizar su ejercicio narrativo de entrecruzamiento histórico. Así por ejemplo, este personaje se encuentra dispuesto, diegéticamente, para buscar y recolectar los relatos que conformarán sus historias de vida. En un primer momento, en calidad de escritor y periodista; en la parte final de la novela, haciendo las veces del historiador que sigue muy de cerca la trama del Coyote, misma que involucra muchas más vidas y que resulta necesaria encadenar para comprender mejor.

No obstante, algo aquí aparece como un hecho particularmente significativo: me refiero a que el Eskimal no se dedica exclusivamente a contar las experiencias de otros. La historia del Coyote, que finalmente termina siendo la de la bala que ha recorrido la violenta fábula colombiana, involucra al mismo narrador como agente protagonista. Lo singular del caso radica en que la obra maneja dos niveles de establecimiento narrativo: el de la temática, acuñado literariamente por la significación hermenéutica, y el de la narración, en el cual el personaje que actúa en la ficción es el mismo que luego trata de contarla, buscando rastros de identidad y cohesión.

En lo que respecta al estrato de la acción, me parece que Coyote -el personaje más aproximado al papel protagónico- puede mostrar muy bien el contenido de la idea ricoueriana de hombre como agente y como sufriente. Paul Ricoeur señala aquí una definición que ilumina la faz de este concepto:

“Por poder actuar, entiendo la capacidad de producir acontecimientos en la sociedad y en la naturaleza. Esta intervención transforma la noción de acontecimientos, que no son sólo lo que pasa. Introduce la contingencia humana, la incertidumbre, y lo imprevisible en el curso de las cosas” “(Ricoeur)”.

En efecto, dicha capacidad de mediación está sujeta, al igual que la disposición del lenguaje anteriormente revisada, a la triada dialéctica de la ética personal. En este sentido, el agente afirma su estima cuando produce cambios en el mundo, efectuados según intenciones. Así mismo, “se concibe como interacción bajo formas innumerables que van desde la cooperación y la competencia al conflicto” “(Amor y justicia)”. Por último, interviene en la composición institucional, actuando con los otros de manera practica en los oficios, juegos, artes, técnicas y demás funciones que dirigen la interacción social.

El Coyote cumple las condiciones que Ricoeur impone al hombre capaz de actuar. Este personaje provoca importantes transformaciones en la naturaleza, al estar dedicado a una vida de asesinato, y por ello mismo en la sociedad, al alterar el curso de los acontecimientos nacionales. Su vida, no obstante el poder de hacer, se ve envuelta por el remolino de la casualidad, combinando de este modo la incertidumbre de la contingencia con la certeza de la necesidad. Las circunstancias lo afectan y el azar ronda por momentos, mas lo cierto es que “no es agente quien no puede designarse a sí mismo como siendo el autor responsable de sus actos” “(Amor y justicia)”.

En este punto debemos conectar el horizonte del agente con el estrato del hombre responsable. La novela muestra un personaje perteneciente al servicio de inteligencia del Estado, quien trabaja al tiempo como escolta y también participa, secretamente, de las actividades de una misteriosa organización que manipula la realidad del país. El Coyote ha sido responsable de la muerte de importantes líderes políticos, y aunque su posición fluctúe entre el reconocimiento de los crímenes y la indiferencia moral, la verdad descansa sobre el supuesto de que la intencionalidad de la acción predomina frente a los cambios efectivos del entorno. La relación entre acción y responsabilidad se cierra allí, justamente en el momento en que:

“Un agente humano es considerado como el verdadero autor de sus actos, cualquiera que sea la fuerza de las causas orgánicas y físicas. Asumida por el agente, lo vuelve responsable, capaz de atribuirse una parte de las consecuencias de la acción; si se trata de un daño hecho a otros, dispone a la reparación y a la sanción final” “(Ricoeur)”.

3.      Montt y Ricoeur: en torno a la identidad

Nuevamente el problema de la identidad de la persona vuelve a estar vinculado a la estructura dialéctica del ethos humano. Debe ser así, ya que no es concebible una vida carente de alteridad y al margen de instituciones. Existe, en consecuencia, una forma de la identidad personal, una forma propia de los nexos de alteridad y una enmarcada en la conciencia general de las instituciones. Dichas formas no residen aisladas, sino que se mezclan, inherentemente, para dar forma a la organización ética de un pueblo en relación con sus ciudadanos.

La identidad personal, primer eslabón en la cadena, reclama la aparición del tiempo y demanda la pregunta por el quién de la acción. A la pregunta por el quién no se llega inmediatamente, dado que la cuestión de la identidad comporta un equívoco fundamental que indica sostener, por un lado, que la identidad es inmutabilidad (ídem), por el otro, que depende de las vicisitudes históricas de la temporalidad (ipse). “El instrumento de esta dialéctica es la construcción de la trama que de un puñado de acontecimientos y de incidentes, extrae la unidad de una historia” “(Amor y justicia)”:

“La identidad narrativa se constituye como el puente argumentativo entre el ídem y el ipse (dialéctica), pues ésta conduce a la formulación de la pregunta: ¿quién actúa?, ¿quién es el sujeto de la imputación moral?, incorporando a su vez en la reflexión, no sólo la dimensión ética y moral, sino también el objetivo fundamental: la inclusión del agente de la acción” “(Montoya)”.        

La alteridad tiene igualmente “su equivalente narrativo en la constitución misma de la identidad narrativa” “(Amor y justicia)”. Tal constitución se presenta de tres maneras, a saber: primera, en la estrecha relación subyacente entre la contingencia y la alteridad; segundo, en el atributo que tienen las historias de vida de fundirse entre sí; tercero, en la identificación que encuentran los hombres con los personajes de ficción. “Las instituciones tiene ellas también identidad narrativa” “(Amor y justicia)”, por cuanto aseguran la consolidación de tradiciones en la historia, asignan papeles a los agentes que interactúan y poseen “la capacidad de mantenerse por medio de una fidelidad creadora con respecto a los acontecimientos que las instauran en el tiempo” “(Amor y justicia)”.

Esta perspectiva ricoeuriana de la identidad, se reproduce poéticamente en El Eskimal y la Mariposa. Sus personajes se forman al interior de un debate psicológico y moral entre la sustancialidad (propia de la mismidad) y lo aleatorio (relativo a la ipseidad), haciendo que la dialéctica obtenga marcados matices, que por lo general conservan su oposición natural. La personalidad de los actores, a veces demasiado dispersa en lo casual, no puede ser descubierta más que siguiendo el hilo de sus papeles, de sus vidas. De tal suerte que la identidad de las figuras es vislumbrada solamente a condición de entenderlas como inmersas en una trama, como personajes de una vida-narración, presas de “la intriga del relato que permanece inacabado y abierto a la posibilidad de contar de otro modo y de dejarse contar por los otros” “(Ricoeur)”.

El elemento de la alteridad se fusiona con la identidad por intermedio de las circunstancias que sorprenden a los personajes, que como en la vida real, son puestos en cuestión por las acciones que emprenden los otros, intencionalmente o no. Esto proporciona el espacio narrativo para adelantar el entrecruzamiento de historias, que dicho sea de paso, está muy bien logrado en la novela. La técnica aguarda una excelente dirección, si se tiene en cuenta que la multiplicidad de relatos, contenida en apartados, digresiones, tramas secundarias e intertextos, jamás pierde su punto de empalme con la del Coyote y el asesinato de Pizarro -que como en todo buen texto policiaco, solamente se descubre hacia el final de la obra-.

Acerca del carácter social de la novela quisiera platicar en el próximo numeral. Sin embargo, deseo arriesgarme a postular que así como la obra intenta evidenciar la identidad que revistió la institucionalidad colombiana a finales del siglo XX; en ese mismo sentido, presumo que puede estar otorgando un alcance más profundo a la noción de institución: la manera tan clara como el autor pinta el contexto histórico, la energía que imprime a las alusiones sobre la violencia, el espectro de crimen y horror que se pasea a lo largo de la ficción, el terror que atraviesa la identidad personal, los imaginarios colectivos, las formas de vida, el lenguaje y los sistema institucionales; todo esto me hace sospechar, por lo menos a la luz del libro, que la violencia en Colombia se ha convertido en una institución reguladora de las relaciones políticas y culturales.

4.     Identidad, narración y memoria histórica

Como venía exponiendo antes, la violencia en Colombia ha mutando, es decir, ha pasado de un estado residual y aislado del conflicto a un proceso que funciona con independencia social y que precede y define las relaciones interpersonales y los estados de cosas. Para interpretar dicho aspecto de la identidad nacional, que emerge a la postre como producto inmanente de la dificultosa asociación de sucesos en el tiempo, la novela de Montt ofrece un panorama narrativo para la comprensión del fenómeno político y cultural de la época. De ahí que una de las mayores virtudes de su obra, resida en la capacidad de efectuar una reconstrucción histórica de la violencia estatal institucionalizada, teniendo como enfoque la memoria narrativa de un ejercicio literario que difumina las fronteras entre la ficción y la realidad.




Bibliografía y notas

Montoya, Mauricio. La identidad narrativa como mediación entre la vida buena y el puto de vista moral. Documento de trabajo de la Tesis doctoral: Lo Justo entre lo bueno y lo legal. Un diálogo entre el constructivismo político de John Rawls y la Intencionalidad ética de Paul Ricoeur.

Montoya, Mauricio. Ricoeur y la identidad ídem, un análisis desde la semántica y la pragmática filosófica. Documento de trabajo de la Tesis doctoral: Lo Justo entre lo bueno y lo legal. Un diálogo entre el constructivismo político de John Rawls y la Intencionalidad ética de Paul Ricoeur.

Montt, Nahum. El Eskimal y la Mariposa. Bogotá: Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 2005.

Ricoeur, Paul. Amor y justicia.

Ricoeur, Paul. Volverse capaz, ser reconocido. Documento electrónico disponible en:





[1] Novela escrita por el profesor e investigador colombiano Nahum Montt, ganadora del Premio Nacional de Novela Ciudad de Bogotá 2004.
[2] Para una idea más precisa de esta noción en la novela, resulta útil seguir el discurso de don Luis, un personaje que demuestra claramente las características del hombre hablante. Las palabras de esta figura se mueven entre el uso descriptivo y prescriptivo, ordenado por cierta intencionalidad regida desde un repertorio simbólico de la violencia como institución.





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